La “gringa” no era gringa pero sí era alta y muy delgada, secuestrada de alguna pasarela de poca monta, pero pasarela al fin. Su sanky-panky, tan negro que era morado, más que alto era fornido, y sus brazos mostraban ingeniosos tatuajes que costaba percibir dada su oscuridad epidérmica. Café con leche que se veía feliz mascullando español y alemán entre breves risas con olor a sexo salvaje. La brisa jugaba con el vuelo de su falda tan corta como la esperanza del pobre que les pidió “cinco pesos pa comel” (hace rato que la inflación mató la moneda de a peso). Pero el mendigo no recibió nada, excepto ser invisible en medio de tanta gente que simulaba no verlo. Se cubría con una franela de “Hipólito y Milagros” y unos pantalones que seguramente habían sido panchos de todo el roster del equipo de pelota de su barrio. Del mismo barrio del que provenía esa caricatura de siempre, con sus lienzos de papel, sus pinceles de siete cerdas y sus carbones manomáticos, y se sentaba en medio de cualquier nada para dibujar retratos que masticaba con tabaco fuerte. Su pelo no conocía peine y su barba bailaba al compás de sus manos mientras aparecía en trazos de carboncillo el perfil de la hermosa mulata que no usaba sostén y que con una remera que invitaba al “KISS ME” cubría sus excitados pezones con la “K” y la “E”. Distrajo su pose un segundo porque su novio había volteado para verle el culo a otra mulata, probablemente 20 veces menos bonita que su hembra, pero igualmente merecedora de que le dedicaran “La Langosta” de Amarfis. Aquel monopolio de grasas caderotraseriles se alejaba mientras su colaless blanco de encaje se adivinaba bajo el talle ya bajito el jeans que ella también bajaba con sus manos provocadoras. Sabía, claro que sí, que además del peso de sus carnes prisioneras, llevaba sobre sí las miradas de una docena de hombres y dos lesbianas que la miraban con más lujuria que deseo (¿o era al revés?). Sólo cuando una de las lesbo notó que su helado se le derretía en la mano, con una risa de esas que sólo ellas saben hacer, regresó la mirada donde su compañera, la cual ya le lamía la mano en actitud sugerente. La doña, tan inmensa como imposible, observaba la escena desde el suelo con su figura de gota de agua y maldecía como sólo ella es capaz de maldecir, “eta vaina se jodió #/&%”, estas mari(/#”!$(& tienen to eto dañao, $(/”#, eso sí que los (/”$””# de la policía no los recogen, hijuesumar!(/)!”#) madre!”, y mientras ladraba sus insultos subía la voz y se alejaban todos a su alrededor, inclusive la chica escultural pero pequeña que agitaba su recién retocada melena fármaco-rubia mientras pasaba vaporosa en unos pequeños pantalones cortos color aceituna y una blusa kaki, robándole la docena+2 de pares de ojos a la mulata del Grand Coulomb. El haitiano también miraba, con sus profundos ojos color voodoo, mientras agachado organizaba sus películas pirateadas. Soñaba quizás con la suerte del sanky-panky de la gringoalemana o tal vez tan solo con la oportunidad de dibujarla con su negro pincel. Y el tiguere que tenía en sus manos precisamente una copia de “Sanky-Panky” decidió a darle un tumbe al infeliz extranjero (¿o no soy yo el extranjero en mi país?) y se dio a la fuga a toda prisa mientras el pobre pití también invocaba, aunque en su patois natal, a los más terribles demonios primos de Yemayá. Y parece que el haitiano estaba en buenas con los tales demonios pues el ladrón tropezó aterrorizado con dos agentes de la Politur, los cuales, ¡santa justicia! devolvieron el material robado a su “legítimo ladrón”. El haitiano, agradecido, hacía brillar sus dientes grandes como Chiclet’s Adams mientras el estirado señor, con almidonada chacabana azul de cuatro gavetas pasó velozmente con la mirada siempre en el suelo y el chico que lo conocía para fuñirlo le voceó “¡MEDIA VUELTA!” y el gavetero giró sobre su pie derecho para mostrarle el más largo de sus largos dedos. Y casi me lleva de encuentro en su afanosa marcha hacia ninguna parte, dando paso al turista clásico, con hawaianna con más colores que los que cualquier hombre puede nombrar y sus bermudas recién compradas y unas sandalias más incómodas que montarse de último en un Datsun 120-Y. Mientras el pobre hijo del primer mundo juraba que le bastaba con el Lonely Planet Guide to the Dominican Republic para saber llegar a la Casa de Bastidas (que pa colmo ya no hacen jugos, pues es un museo infantil), yo miraba su Nikon D70 colgarle tentadoramente del hombro. Un vendedor de artesanías le insistía en que sus máscaras de ídolos taínos son auténticas y él negaba querer nada. Y mientras guardaba la guía y miraba a su alrededor con cara de perro poodle mojado vio al vendedor de maíz que cruzaba voceando “mamaíiiiiiiii, mamaíiiiiiii” y aprovechó para tomarle una foto, que seguramente publicará esta noche en www.trekearth.com. Y luego el gringo perdido encontraba un manojo de modelitos gratis cuando los niños del liceo que caminaban en manada, como siempre, posaron con las lenguas afuera y haciendo todas las morisquetas posibles. El barullo de los automóviles y el picher que vociferaba la ruta de su guagua, me anunciaban que mi recorrido estaba llegando a su fin. Nostálgico suspiro y lamento que sólo tenga diez minutos para caminar por la Calle de El Conde, un crisol de todo y de nada, algo así como el Google de nuestra ideosincracia, donde todo aparece, donde todo se encuentra.