Tendría yo unos 12 años cuando lo conocí. Lo recuerdo enorme, un hombre recio, de anchas espaldas y evidente fortaleza. Se hacía llamar “Mameyón”, era muy pobre y se ganaba la vida haciendo de sereno, a la antigua usanza del colín al cinto, el radio en AM y la silla de guano recostada de una pared. Mi papá lo contrató para que pasara las noches en nuestra casa, pero terminó viviendo con nosotros y ocupándose todos los días de merodear los alrededores. Hizo migas con Chachi, mi segunda madre, quien ya era personaje central en mi vida.
Mi memoria dibuja sus facciones anguladas, semejantes a la efigie del cacique Enriquillo que los historiadores nos vendieron. Nunca supe de dónde vino, y jamás habló de esposa, ni hijos. Apareció sin más, como aparecían los personajes del Gabo en Cien años de Soledad.
Eran otros tiempos, una época lenta donde había más oportunidad de ser silvestres sin justificar la vida ante un montón de desconocidos. Y aunque yo era un muchacho curioso como todos, no era como los de ahora, que atropellan las líneas de respeto que yo jamás crucé. Supongo que por eso jamás supe demasiado de su vida, más que lo que compartió con mi hermano y conmigo. Capaz que mi memoria lo exagera y con el paso de los años lo ha canonizado, pero Mameyón fue como el Goyo de mi adolescencia… o quizás más bien aquel Ton Melitón que en tales años todos tuvimos.
Era aguilucho (de ahí su apodo), y en las noches de otoño escuchábamos en su radio a Lilín Díaz describiendo la acción del juego. No sabía de letras pero sí mucho de pelota y se emocionaba visiblemente cuándo las Águilas estaban ganando, así como cambiaba su humor cuando no. Fue la primera persona que escuché decir “¡Coñazo!”, seguramente luego de un out a Miguel Diloné, quien era su ídolo, y mío también. Era rústico y tosco, a veces hasta torpe, pero aún siendo un gigante tenía una gran sensibilidad y le fue muy fácil hacerse compañero de inventos de mi hermano y mío también.
Los juegos de entonces
Fue Mameyón quien me enseñó a caminar en los callejones de Cristo Rey, un barrio que no era mío, aunque me atraía con su ritmo de atabal y las jovencitas que quizás me veían como el riquito que las sacaría de la olla sin saber que yo nada más era “blanquito”, pero nací en Alma Rosa y me crié en La Fe.
Gracias a las enseñanzas de Mameyón, aprendí a tirar lambeplatos y calcular con inmodesta precisión mis jugadas en el ron. Mis nudillos tenían una fila de “hoteles” jugando taquito, pero apuesto que mis rivales también. Aún conservo como un tesoro un frasco con cientos de bellugas que gané antes de tener bozos.
Antes de que Julio Sauri las satanizara, la primavera preñaba el cielo sobre Cristo Rey con cientos de chichiguas. Con Mameyón comprábamos pendones, papel y gangorra y condenábamos cualquier maltrecha sábana o “poloché” a ser la cola. Muchas chichiguas se me fueron “en banda” a manos de los lajeadores, pero el combate aéreo fue algo nunca me enseñó el viejo Mameyón.
En cambio, sí aprendí con él a bailar trompos y llegué a caquear a varios carajitos del barrio cuando iba con mis pupilos favoritos, el pesado trompo de madera de baitoa y uno redondo creado a partir de pata de cama que el mismo Mameyón me ayudó a tornear en una ebanistería de la 41.
En una ocasión regresé cabizbajo y agorpiao sin mis trompos luego de que unos tigueres me los quitaran. Mameyón se volvió Mister Miyagi, y me enseñó a tirar trompadas y a defenderme de los tirigüillos del barrio, y aunque sólo una vez tuve que usar sus enseñanzas, se las agradezco. También, como no, con él mejoré mi juego de vitilla y cuando jugamos pelota de a duro estuvo presente siempre que pudo, en aquellos absurdos estadios que armábamos en medio de la cañada que divide los barrios y que llega al Zoológico Nacional.
Para un muchacho cuyo padre estaba siempre ocupado con trabajo y viajes, Mameyón fue una forma de compinche que junto a mis primos y mi tío Lope, suplieron una importante dosis de compañerismo y complicidad. Guardo muchos recuerdos agradables de aquél hombre ingenioso y artesanal, que remendaba sus chancletas con alambre dulce y tenía un cinturón de cabuya.
Dejé de verlo tras una mudanza que me llevó al otro lado de la entonces no tan ancha capital. Con él se quedó Linda, la perra viralata que mi hermano y yo rescatamos de un basurero. Y aunque no tengo ni una sola foto de él, aún lo escucho reírse con un ronquido voraz, destellando los pocos dientes que le quedaban. Era un buen tipo del que no supe su final. Ahogado en las brumas del recuerdo y la distancia, me lo imagino viejo, solo y confundido. Nunca más que regresé por esa zona volví a verlo, y nadie supo darme suerte de él. Vive en mis recuerdos y los de mi familia, pero de alguna manera, se esfumó también como desaparecían los personajes del Gabo en Cien años de Soledad.
Un post simplemente genial e interesante…
Gracias Humberto. Me alegro que fuera de tu agrado 🙂 Ojalá pueda siempre escribir de manera que conecte con la gente.