Pichona mía, no podría jamás cansarme de decirte lo mucho que te amo, y lo grande que has sido en mi vida. No me bastarían todos los adjetivos de todos los idiomas (incluendo el Klingon y el K-Paxiano) para describir lo mucho que atesoro todas las lecciones que hemos compartido (aprendiendo tú y aprendiendo yo) el oficio de ser hija y padre. Espero que este post sobreviva los años y que cuando tengas ya más edad, quizás cuando ya seas tú la madre, pueda mostrártelo nuevamente y darte uno de nuestros “abrazos rompecuellos” que nos caracterizan.
No tendré mayor satisfacción en la vida, que algún día mires las huellas que he marcado en tu vida, y que tú, al calzar tus propios pies en ellas, te sientas orgullosa de seguirlas. Sólo a eso aspiro.
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