De niño, el mar me causaba un terror antológico. No sabía nadar, y mucho menos me aventuraba a hacer travesías en botes o yates. Temía a los tiburones, y pensaba de ellos como fieros demonios al acecho, listos para atacarme apenas penetrara un pie en las aguas. Para mí, el mar era un mundo desconocido.
En algún momento de mi vida, ocurrió un episodio mágico, del cual no podría describir mis emociones, pero que me cautivó para siempre. Mientras miraba la televisión, apareció una escena marítima que jamás había imaginado. Había un buzo sin protección rodeado de varios tiburones blancos de gran tamaño. Asombrado, me detuve a contemplar la escena, y debo confesar que jamás la he dejado de observar. Jacques Yves Cousteau había ganado un tele-buzo más.
Conocí el mar todos los días, de la mano de Cousteau. Había ocasiones en que hasta dejaba de comer por tener mi espacio frente a la pantalla, para asistir a una entrega más de “El Mundo Submarino de Jacques Cousteau”. Quizás no entendía mucho sobre términos científicos, ni podía ubicar los lugares geográficos de los que hablaba el viejo Cousteau. Sin embargo, sabía que era real, que él estaba allí, y que era potencialmente posible que yo viviera esa experiencia por mí mismo. Con Cousteau viajé por todo el mundo, recorriendo las más asombrosas grutas subacuáticas y conociendo las formas vivientes más singulares que he visto jamás. Cousteau me había enseñado el mar.
Los tiburones eran su clara pasión. Incluso en muchos episodios dedicados a algún tema diferente, aprovechaba para filmarlos. Poco a poco, aprendí a apreciar a los escualos, y a entender que no son los asesinos y depredadores que Spielberg nos mostró en 1975. Cousteau y sus tiburones eran una escena que destilaba respeto y cariño, una secreta complicidad biológica en la que ambos se apreciaban como amigos. En muchas ocasiones, el propio Cousteau salía de la jaula protectora, desafiando toda lógica, y se dejaba acariciar de los “feroces” animales.
Recuerdo que el Calypso se convirtió en todo un laboratorio marino, una especie de Embajada del Mar, de donde diariamente se emitían miles de “permisos de turistas” para que los adeptos del océano pudiéramos visitar sus territorios acompañados del Señor Embajador Cousteau. Jean Michel Jarré, famoso compositor contemporáneo, escribió una oda al navío, y la tituló Waiting for Calypso (era la música de fondo de mi homepage). Se puede percibir la alegría, la expectación, el movimiento tropical y la sensación marina que probablemente sentían los compañeros que esperaban en tierra la llegada del Calypso, para conocer los nuevos descubrimientos del Comandante Francés.
Los méritos de este gran hombre son demasiado numerosos para mencionarlos aquí. Ya muchos escribirán detalladas crónicas de cada uno de sus aportes a la ecología, la navegación, el submarinismo, la conducta de los habitantes de las aguas… Todos estos aportes son dignos de Cousteau, pero si a mí me preguntaran qué es lo que más aprecio del legado del Comandante, seguramente diría que lo aprecio porque fue quien me enseñó el mar. Y conmigo, al menos dos generaciones nos sumergimos todos los días a su lado, y exploramos junto a su narración tan particular, las más hermosas maravillas de “El Mundo Submarino de Jacques Cousteau”.
El mundo no pierde un gran hombre. Quizás el cuerpo de Jacques Yves Cousteau está muerto. Sin embargo, su esencia perdura. Su obra no ha terminado. Otros continuarán su labor, pero nadie podrá igualarlo. Cousteau lleva ya muchos años de ventaja en la exploración de los mares, pero sin embargo, le ha abierto las puertas del mismo a todos los que le admirábamos, y hasta le reverenciábamos. Jacques Yves Cousteau se ha mudado a “El Mundo del Silencio”, en donde ahora convive en paz con sus leales amigos de las fauces temibles.