Una infancia muy influenciada

La televisión y el cine siempre han sido mal vistos por ser medios que ejercen una grandísima influencia en las personas. Se cuenta que en los inicios de ambos medios, hasta la usaban como canal de publicidad subliminal. Y el adoctrinamiento audiovisual es algo que no ha cesado hoy día, y aún nos llegan las campanas gringas de que todo está bien porque así lo dice CNN.

Pero antes, las cosas eran más calmadas, más lentas. No había televisión por cable, los canales locales cerraban a las 10 de la noche y abrían como a las 10 de la mañana. Recuerdo que la triste vida de vampiro enamorado de Barnabás Collins era lo último que se veía en la TV antes de que el Himno Nacional diera paso al aguacero de estática o a las aburridas barras de colores.

Sin embargo, los niños de los años setenta sí éramos más influenciables. Hoy día, cualquier carajito ve en una sola película más efectos especiales, más magias y acrobacias que las que yo veía en todo un año. Basta ver en paralelo The Spy Who Loved Me (mi favorita de la serie James Bond) y luego ver Die Another Day para darse cuenta de las diferencias. Y aunque George Lucas siempre ha sido un mago, hay un abismo de 30 años de efectos especiales entre Star Wars y Phantom Menace.

A los niños de hoy día no les asombra ver a Harry Potter volando. Pero quienes vimos a Mary Poppins elevarse con su sombrilla, quedamos sencillamente asombrados.

Antes, creo yo, éramos muy influenciables. Algo que veíamos en la TV, lo considerábamos real. Debido a esa reconocida y nunca antes confesada capacidad de creerme las cosas, yo mismo no me burlaría de todos los estadounidenses que creyeron realmente que éramos invadidos por extraterrestres que marchaban al compás de la maravillosa voz e ingenio de Orson Wells, hace como sesenta años.

Hoy día, es difícil asombrar a nadie. Ya la magia no es tan fácil de conseguir. O por lo menos, las bocas abiertas y las mentes torcidas al procurar comprender cómo diablos podía volar Supermán. Hoy todo es fácil: Efectos de computadora.

No sé si alegrarme o entristecerme, pero realmente me provoca una poco importante preocupación el ver que estamos criando una generación que tendrá dificultades para asombrarse, y que tendrá que hacer grandes esfuerzos para sorprenderse de alguna cosa. Ah bueno, pero ese no es el tema que quería compartir.

Mientras leía mensajes de mis amigos, surgió el tema de las películas viejas. Ayer vi por primera vez 2001: A Space Odyssey, y comentaba que ahora entendía por qué esa película fue como The Matrix en 1968. Y aunque no diré que me gustó o que entendí plenamente esa cinta, reconozco que fue revolucionaria y audaz. Y me imagino cuánta gente fue influenciada por ella.

Como yo con Supermán. 1978 fue un año casi tan aburrido como 1977 y 1979. Sólo recuerdo que Balaguer lanzaba papeletas coloradas desde avionetas, las cuales se cambiarían por dinero si ganaba el torneo que ese año ganó Antonio Guzmán. Pero recuerdo que Supermán se estrenó aquí ese año (o a principios de 1979), y que fue la segunda vez que algo cinematográfico me produjo fiebre (un año antes, ya George Lucas había obligado a mi madre a disfrazar mi habitación con X-Wings, figuras de Darth Vader y Luke Skywalker con lightsabers de colores).

El efecto Supermán me hizo mirar al cielo, a las nubes. El hombre que puede volar. Sí, ombe, nada que ver con pajarerías ni deseos suprimidos de ser un Jaris Ramírez… No, la idea de volar y poder ver las cosas desde arriba, fue lo que me hizo corretear por los pasillos de mi casa con una toalla (de Supermán, por supuesto) y creerme indestructible. Esa falsa seguridad, ese deseo de demostrar que había encontrado el nirvana del ser humano, fue también el que me hizo trepar a la azotea de mi casa con mi infalible toalla roji-azul y una sábana con el Hombre de Acero, para probar mis poderes. Y sí, ni modo… descubrí que no puedo usar sábanas como paracaídas, aunque esté Supermán en ellas. Y de la pela ni Jor-El me iba a librar.

Y así jamás llegué a pensar que el Chapulín Colorado fuera fármaco-dependiente, pero lo veía cuando se tragaba unas pastillas blancas diminutas, que sacaba de un frasco también diminuto, y que al siguiente segundo, el mismo Chapulín se volvía diminuto, del tamaño de un ratón (vaya, eso no es tan meritorio considerando que Roberto Gómez Bolaños no era muy alto). Y me veían por todas partes con un frasco de Mejoral, simulando que eran pastillas de Chiquitolina, las cuales ingería como si fueran mentas de guardia. Nunca pude empequeñecerme (creo que de hecho las pastillas surtieron efecto contrario). Por suerte que no se me ocurrió robarme un frasco de pastillas de alcanfor o de matar cucarachas. Y sí, cuando mi madre se dio cuenta, me dio con el mismo Chipote Chillón que me compró cuando el Chapulín vino al Palacio de los Deportes. Pero sí me dolió.

Pero aún no era suficiente. Aún era demasiado crédulo e influenciable. Por eso, cuando un compañero del colegio, dos años mayor que yo, se volvió adicto a joderme, yo me refugiaba en algún rincón. Como carecía de amigos en el colegio (no fui muy sociable en esos años) todo lo que me quedaba era mi poder de enojarme mucho. Un día Renato me acorraló con algunos de sus amigos y yo con doce años y más imaginación que fuerza física, sólo atiné a apretar mis puños fortísimamente y cerrar mis ojos con toda la fuerza que pude reunir, al punto que veía las venas dibujarse y latir proyectadas en mis cerrados párpados. Pero no funcionó. No me transformé en Hulk, a pesar de que estaba muy enojado. No crecí, no me volví un gigante verde, no destrocé nunca mi t-shirt del San Judas Tadeo, así que al final, Renato y sus amigos sólo vieron en mí un chamaquito tan pendejo que apenas cerraba los ojos como si se estuviera cagando de miedo. Y no era así, no era miedo, sino que tenía que incojonarme mucho para pasar de David Banner a Hulk. Lamentablemente no tomé en cuenta el detalle de los rayos Gamma.

Y con todo, yo seguí creyendo. No sé cuántas personas recordarán haber visto a este flaco casi anoréxico andando por todas partes con un palo de escoba rojo, en cuyos extramos había colocado pedazos de tubo PVC blanco. Y como había aprendido uno o dos movimientos de los que hacía Monkey Magic, el protector de Tripitaka Buda, pues me sabía invencible y me daba pena cualquier persona que quisiera meterse conmigo. Hasta un día en que un carajo me desafió. No sé quién finalmente ganó la pelea, pero recuerdo en cámara lenta que haciendo un grito mezcla de David Carradine y Monkey, le rompí el palo de escoba… perdón, le rompí la estaca mágica en un costado a mi contrincante.

Caray… ¡la verdad es que uno se creía cada pendejada!

5 Comments Una infancia muy influenciada

  1. TGda

    LOL

    Me identifico contigo y tus vivencias con todos esos personajes. Cada vez pienso en eso y en las historias que pasaban por mi cabeza para completar las ausentes imagenes mientras jugaba Atari. En los miedos al silencio y a los imposibles de suceder de las historias de miedo. Al no caminar hacia atras por que asi camina el diablo. La inocencia tiene su belleza.

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  2. Mariposshita

    Waoooo tremendo!!

    Sólo te puedo decir como dice tgda … la inocencia es bella, la pena es que cada día hay menos personas inocentes y si lo son son sacrificadas por el medio.

    :*

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  3. El Pequeño

    Diablos!!! Cuantos recuerdos!!!

    Te falto la lucha libre de Jack Veneno!!! Por mi casa no fueron dos ni tres lo que salieron enyesados por estar tirandosele a otros desde un muro, creyendo que se tiraban desde la tercera cuerda!!!

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  4. Naty

    Bueno hermano, ese Monkey Baina no lo conozco. A mi… mis muñequitos Abbot y Costello, Baboom, La Gata Loca, Huyamos hacia la derecha, Oye Pixi?… Lindos recuerdos de la infancia.

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