Nelson

Tembloroso,
con los nervios hechos un manojo
mientras los vagones de la vida
frente a él pasaban
mientras diez mil otras desdichas
lo ignoraban
mientras la angustia, o más que angustia, la agonía
lo arropaba.

Sobre sí mismo se envolvía
como un ovillo de golpes y cicatrices
con su mirada triste de hambre sin cariño,
de sueños solitarios en la lejanía.

Con un futuro del tamaño
de la precaria saciedad de un pedazo de pan
con la esperanza como paño
que cubre una fe desnuda de colchones
que calienta con temores y algunas ilusiones
la caja de cartón que le sirve de habitación
de cama
de cocina
de hogar.

Así, encogido,
para que el hambre duela menos
Así, olvidado,
ignorado por diez mil pisadas
Así, masacrado,
vapuleado por la falta de caridad

Contando sólo con doce años
y quizás con menos de cien baños
a fuerza de jarrito y agua de mar,
al amparo de la luna y la sal,
Nelson decidió un día
con el estómago abrazado de la espalda,
que robaría
para dar de comer a su alma.

Y mientras caminaba,
si es que el término no se ofende,
por la calle de la miseria
en la esquina del desamparo
fue alcanzado por un disparo,
mitad real, mitad quimera
que mató la mitad ambivalente
de lo que en su cuerpo restaba.

Y así, dice la historia,
se resolvió el triple dilema
de combatir la delincuencia
de acabar con la pobreza
de repartir la riqueza
entre los otros diez mil.

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