La Rosa Herida

Nota: Prosa publicada en octubre de 1994

Sentía que mis párpados rodaban como cortinas sobre mis ojos, y que mis reflejos se entumecían a medida que recorría el camino de regreso a mi casa. Procuraba ir despacio, y ocupaba el centro de la solitaria avenida, a fin de estar lo más lejos posible de cualquier obstáculo en caso de que me distrajese demasiado. La noche había pasado muy rápidamente, pero ahora alguien la había detenido, y me parecía que jamás alcanzaría mi destino. Pensé detenerme en cualquier estación de gasolina, tumbar el asiento, y amanecer allí como un viajero imprudente, pero la pesadez de mi mente no conseguía dar las órdenes a mi auto, y continuaba, entre sueños de dos segundos, dibujando la sinusoide del sonámbulo.

Bajé el cristal para que la fría brisa de la madrugada intentara despavilar mi cuasiconciente organismo; sintonicé una emisora de merengues y subí bastante el volume; traté nuevamente fijar la vista en las pálidas líneas de la avenida y abrí la boca todo cuanto pude para mantener activos los músculos de mi cara.

Así llegué a la esquina de la 27 de Febrero con Abraham Lincoln. Me detuve en el semáforo con la excusa de descansar mientras regresaba la luz verde. No sé cuanto tiempo pasó, pero seguramente fueron varios minutos. Mientras un adefesio musical de Joan Minaya hería mi sentido de lo clásico, soñaba que una voz infantil me vendía rosas baratas. Una espina y la misma voz enfática me despertaron. Sobresaltado, regresó mi alma al cuerpo y me conmovió las entrañas cuando la sentí llegar.

Junto a la puerta del auto, una pequeña me tendía un mustio ramo de rosas, dos rojas y una blanca, y con la otra mano se estrujaba los ojos.

—Señoi, lleve la rosa, son barata.

Todavía un poco desconcertado, no atiné a responder nada. Luego empecé a decirle que no quería sus rosas, porque no tenía ni dinero, ni a quién regalárselas.

—Llévele la rosa a su mamá, señoi, que son las’última que me quedan. Son barata, señoi.

—No mi hija, otro día —le respondí con algo de pena. Normalmente, no dejo que los vendedores se me acerquen, pues nunca los necesito. Y si alguna vez me hace falta algo que ellos venden, no le compro al que se me ofrece, sino a otro a quien yo mismo llamo para que me venda. Esta niña me había tomado en un descuido mío, y me sentía un tanto presionado por ella. Tendría unos seis años, y apenas un rasgado vestidito rosado cubría su frágil cuerpo en aquel frío de la noche.

—Ay, señoi, cómpremela que ya son las’última que tengo.

La niña insistía, pero no era necia como el común de los vendedores. En sus palabras, más bien, se escondía una súplica, un ruego infantil. Yo cavilaba. Sé que a tales criaturas las enseñan a hablar con peticiones sensiblonas, pero había algo en su voz que me parecía demasiado real como para ser un montaje oportunista. Entonces vi un grotesco moretón que le cubría todo el ojo y el pómulo izquierdos. Se notaba que había estado llorando poco antes, y aún sus labios denotaban un sostenido llanto. Bajé el radio para preguntar:

—¿Quién te hizo eso en tu cara?

—Mi manito, poique yo quería dirme pá la casa, pero él no quiso y me dejó aquí solita.

La niña se estrujaba los ojos con desesperación y angustia. En mi rostro se dibujó una mirada cargada de indignación e incredulidad, y sentía que mi alma se conmovía. “¿Cómo es posible tanto maltrato?”, pensaba. Era casi la una de la madrugada y todavía esa criatura estaba en la calle. “No, no es posible que haya pobreza capaz de semejante necesidad”, me decía para mis adentros.

—¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde están tus padres?

—Señoi, compreme la rosas, que yo me quiero dir, si ello llegan y yo no e salío d’ella me van a dai.

Ella no quería vender las maltratadas flores; quería escapar del castigo. Era como si la salvación de su vida dependiera de que consiguiera el dinero de las rosas. Mi mente vacilaba entre la niña y el engaño, y recordaba decenas de episodios en que ya había sido timado por farsantes. Mi cansancio se desvaneció con rapidez y mi alma estaba ahora muy despierta, procurando hallar una respuesta a todo aquello.

La pequeña ya no hablaba. Al parecer había perdido la esperanza de venderme algo. Me miraba con su ojo derecho bien abierto, y en sus labios se adivinaba la desesperada mueca del desamparo.

Entonces otro vehículo se detuvo bajo el semáforo. La niña me dio la espalda lentamente y caminó hasta la ventanilla del lujoso automóvil. El conductor, con despectivo desdén, no hizo el menor caso a los ruegos de la precoz vendedora. Arrancó violentamente tan pronto apareció la luz verde, dejando a la niña sumergida en una nube de polvo y humo.

Mi cabeza era una tormenta de pensamientos. “Vamos, Darío, lárgate a tu casa, ¿acaso no te das cuenta de lo tarde que es?”. Avancé medio metro, mirando todavía a la niña que no se reponía del desaire del otro conductor. “¿Cómo vas a dejarla así, sola en esta noche fría?”. Tosía silenciosamente, con las rosas cabeza abajo. “No puedes hacer nada por ella. Sabes que son miles de niños en este país que están así”. Ella fue a sentarse a la cuneta. Entonces me alejé, aumentando la velocidad gradualmente, como deseando escapar de un fantasma que parecía acosarme. “¡Qué poco humano eres!”. Yo aceleraba, tratando de que la distancia alejara esas voces acusadoras. Trataba de defenderme. “Es culpa del gobierno y de los padres irresponsables”. Rodeé la rotonda de la Winston Churchill a dramática velocidad. “Es culpa tuya también, porque tú eres el gobierno, tú eras su padre cuando estaba a tu lado. También tú eres el irresponsable ciudadano que no se conduele”. Aceleré aún más, subí a todo volume el radio procurando que las letras de El tamarindo consiguieran sacarme de esa tortura mental.

Devoraba los kilómetros que restaban para alcanzar mi residencia. Me parecía que sólo allí podría refugiarme de mi conciencia, de mi punzante ser interior que me acusaba como un implacable fiscal, que rompía como frágiles astillas todos mis argumentos. Mi ser completo parecía un mar en tempestad, y sentía que mis emociones viajaban de un lado a otro de mi corazón, haciéndome tambalear terriblemente.

Llegué a mi casa con el corazón todavía sobresaltado. Mi mente aún se debatía entre lo inhumano o atinado de mi actitud, pero no conseguía conciliar mi alma. No es común que un episodio ocupe mi mente de forma tan dominante y absoluta, pero esa niñita, esa mirada tan sincera, esas rosas apagadas, ese injusto moretón, ese desprecio… Era algo que había desmenuzado mi natural fortaleza de espíritu (¿o debo decir indolencia?) ante la indigencia y la pobreza de los dominicanos de la calle.

Abrí la puerta de mi residencia con lentitud. Encendí la luz de la sala, llegué al refrigerador y tomé algo líquido. Mientras subía las escaleras me despojaba de la camisa. Pronto estuve acostado. Me creía ya libre de los punzantes dardos de acusación. Pero entonces regresaron los fantasmas que me acosaban.

“Podías haberle comprado esas rosas. Tenías el dinero a la mano, y así al menos habrías contribuido a que ella se fuera a su casa”. La agudeza de las acusaciones me sorprendía. Encendí el televisor y recorrí todos los canales buscando algo que me arrancara de las garras de mi conciencia. Después de todo, el televisor sigue siendo el mejor cauterizador de la humanidad. Durante algunos minutos conseguí distraerme, pero sabía que inexorablemente sería pronto prisionero de nuevo. Apagué el aparato convencido de que no podría escapar a menos que regresara. “Debes volver, al menos debes hacer el intento de verla de nuevo para consolarla”. Era una locura. Estaba a más de seis kilómetros del lugar. Ya me había desvestido, estaba en cama. Pasaba de la 1:30 de la madrugada. No tenía sentido salir a nada. Pero ninguna razón tuvo efecto; pronto estaba en el auto camino al lugar.

Parecía que la calle, ahora más solitaria, estaba incómoda conmigo. Miles de sombras emergían de todas partes, cualquier árbol extendía sus ramas como amenazadores tentáculos que buscaban golpearme. Todo parecía reprocharme por mi cobarde regreso. “¿A qué has venido? ¿Qué pretendes encontrar?”, me acusaban las esquinas. Yo continuaba avanzando en silencio, cautelosamente. Pensaba que al menos podría tranquilizar mi conciencia con esa loca escapada.

A medida que me acercaba, sentía que las tenebrosas voces se hacían más fuertes y penetrantes. “¡Hipócrita! Eres un miserable y sólo deseas tranquilizarte. En realidad no te importa la niña, sino poder dormir”. En pocos minutos alcancé la esquina nuevamente. Estaba sudando frías gotas de angustia. Como me imaginaba, la niña no estaba ya en la acera. Crucé la intersección lentamente, mirando hacia todas partes, procurando escudriñar todos los rincones del Supermercado Nacional. Me sentí un poco aliviado. “Al menos ya se marchó”, pensé tratando de gratificarme y así acallar los demonios que me perseguían. Impulsado por mis reflejos, rodeé el Centro Comercial Nacional y bajé por la Avenida México, justo detrás del tarantín donde las señoras preparan los ramos de las flores. “Tampoco está aquí; definitivamente se marchó”, me dije, aliviado.

No tenía sueño. La angustiosa presión que me embargaba había hecho desaparecer todo rastro de fatiga. Me detuve bajo la luz roja del semáforo, no por respeto a su significado, sino más bien para poder pasar revista a lo ocurrido. Pensaba en la niña, en su angustia y su moretón. Me imaginaba que habría encontrado alguna alma humana que le comprara las rosas. Y me reprendía porque yo no fui esa alma. “¿Cómo puedes ser tan inhumano? ¿Por qué permitiste que esa infeliz pasara más tiempo bajo la noche? ¿Qué habrías hecho tú estando en su lugar, si tuvieras que vender flores de pobreza? ¡Dejaste que otro se llevara el privilegio de ayudar a esa niña! ¡Dejaste que ella esperara más, que llorara sola en la noche! ¡Qué poco ético eres! Menos mal que quedan algunos seres realmente humanos en este país, que sí se conduelen de los desposeídos. ¡Si no fuera por ellos, si el mundo estuviera lleno de gente insensible como tú, la humanidad sería apestable!”.

Entonces, en un pestañar, advertí sobre el borde de la acera dos rosas rojas y una blanca, dobladas y deshojadas, que reposaban exánimes junto a un girón de tela rosada.

2 Comments La Rosa Herida

  1. Gitti

    Oh Dios Darío, qué relato desagarrador. No sólo por la situación en sí misma -que lo es- sino por la forma tan honesta como vertiste tus sentimientos.
    Tristemente, esta historia es del 1994, pero podría ser del 2004, 1984, ’74, y seguiría igual. Cambiaría tal vez la mercancía, la niña, los lugares, pero todo sería igual. No es consuelo, no sé lo que es.
    PD: No puedo dejar pasar el detalle de la ROTONDA de la Churchill, guay!

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  2. Darío

    Así es, realmente ese relato sigue siendo totalmente vigente hoy día (salvo la rotonda). Aunque es ficción, sí hubo una vez que una niña así me vendía rosas, pero luego entendí que eran “rosas especiales” en dos vertientes: o droga o sexo. Lo cual no hace más que empeorar las cosas, por supuesto.

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