En los días recientes he llegado a imaginar la vida con una metáfora que, me parece a mí, se ajusta mucho a la realidad. Se me ocurre pensar que la vida es un acto de malabarismo sobre la cuerda floja. Nacemos y empezamos a caminar sobre el cordel sin que siquiera sepamos caminar sobre nada. Mientras crecemos adquirimos habilidades que nos hacen mejores. La vida nos lanza una pelota (nuestras primeras palabras, quizás) y la atajamos sin perder el equilibrio. Seguimos con vida, qué bien. Luego tenemos que lidiar con otra pelota distinta y más pesada. Equilibramos la carga sin perder el balance sobre la cuerda y ya hemos caminado un metro (el primer cumpleaños).
Con el correr de los años avanzamos sobre nuestra cuerda no con las manos vacías, sino haciendo malabares con más y más cosas (el colegio, las tareas, los amigos, los amores…) y más y más cosas (la universidad, una novia o dos, el trabajo…) y más y más cosas aún (quizás nos casamos, quizás tenemos nuestros propios hijos –malabaristas de sus propias cuerdas flojas–, quizás nos divorciamos…). Y llegamos a ser adultos y estamos ya tan acostumbrados a vivir en la cuerda floja que creemos que es el suelo mismo. Y estamos tan acostumbrados a sortear la vida con todo lo que nos lanza que creemos que nada nos podrá tumbar.
Y ahí es que nos equivocamos.
Estamos lejos de ser eternos, y sin embargo, pensamos muy poco en ello, aferrados quizás a una quimérica sensación de ser indestructibles. Pero la realidad es brutal: somos muy frágiles, somos increíblemente endebles. Como cualquier malabarista, basta un error para que se acabe el acto. Como cualquier funámbulo sobre un cordel, un paso en falso equivale a una caída. Nuestro “asombroso” acto de malabarismo es insignificante y por más metros que hayamos logrado caminar, la triste realidad es que nunca llegaremos al otro extremo, porque no existe el otro extremo. De la vida nadie sale vivo. Al final se nos caerán todos los malabares.
Mi amiga Kenia
El domingo 17 de agosto perdí una maravillosa amiga. Madre de dos niñas hermosas de 10 y 9 años, mi amiga tropezó en su cuerda con una bacteria en su tracto digestivo y se cayó de la cuerda apenas unos centímetros antes del metro 43. Con ella cayeron decenas de planes y sueños que quedaron rotos junto a su memoria y a la sonrisa indeleble que tuvo siempre. Una sonrisa que duele, una memoria que llora porque no nos cabe en la cabeza que su acto terminaría tan pronto. Sí, porque pensamos, aupados por las estadísticas, que no es justo morir antes de los 70 u 80 años. Que no es justo privar a dos niñas de su mejor amiga, del soporte que era para ellas. No es justo, decimos mientras recordamos que hay narcotraficantes que ven biznietos. No es justo, lloramos mientras vemos tanta gente dañina a las que no les da ni una gripecita. No, no es justo, coño.
Ver partir a Kenia me ha resultado un golpe muy fuerte. Imaginarme a sus hijas equilibrando en sus cordeles un fardo tan lúgubre es algo que me agobia. Enfrentar el resto de sus vidas sin la supervisión, sin el consejo y sin la complicidad de su madre, de mi amiga, carajo, es un trago odiosamente amargo.
Y yo
En el mismo tenor, les cuento que hace dos semanas noté que tenía una “picada de mosquito” en la parte posterior de mi muslo derecho. “No es de cuidado” pensé y me fui a trabajar. Al otro día Sarah mi esposa notó la situación y le dije que no era “nada de importancia”.
El jueves, al ver que la erupción no cedía, empecé a aplicarme un antibiótico externo, sobre la protuberancia y noté que el área estaba muy caliente. Pero como nunca me dio fiebre, pensé que la cosa era local y que “no era nada de lo cual preocuparse”. En la noche sentía molestia para caminar y me apliqué más antibióticos pero empecé a preocuparme. “Mañana iré a la emergencia de la Abel González” me prometí. Pero el viernes llegó y pasó y yo atendí otras cosas que sí eran de cuidado. Continué con mi automedicación sin saber si era apropiada la dosis o si haría efecto alguno sobre la ya muy abultada y dolorosa herida.
El sábado amanecí sin dolor en la pierna, sin molestias al caminar y pensé “ya está, está cediendo el problema” y tampoco fui a ningún centro médico. “No hay que aspavientar; no voy a ir a que me curen una picadita de mosquito y menos ahora que ya estoy mejorando”, pensé.
El domingo tenía molestia para doblar la rodilla y por fin la preocupación fue suficiente para decidirme a ver a los especialistas. Luego de almorzar terminé en una emergencia, muy seguro de que me recetarían alguna cosa simple y me iría a mi casa y al otro día amanecería recuperado.
Sin embargo, me canalizaron en mi mano derecha y pasé las siguiente cinco noches durmiendo en la habitación 515 del Centro Médico Dominicano, luego de que mi cuadro alarmara al personal de emergencia. La infectóloga Talía Flores y la cirujana Melissa García coincidieran por separado que estaba presentando necrosis en un área demasiado amplia y que estaba al borde de una septicemia.
Fui sometido a cirugía para extraer todo el material producto de la infección, y les aseguro que debe haber sido algo grande pues tenía el muslo hinchadísimo y sólido como si fuera Bruce Banner “incojonado” (pero sin el color verde y sin nada de la fuerza que acompaña al Hulk).
Me quedó una herida del diámetro de una moneda de 25 pesos y de más de un centímetro de profundidad, de cuyos efectos estoy recuperándome en mi casa desde el pasado viernes. Mi cuadro clínico es muy favorable, pero no cabe dudas de que pasé varios días desbalanceándome en mi cuerda floja, sin saber manejar correctamente lo que la vida me lanzó. Finalmente recobré el equilibrio y estoy de nuevo manejando mis malabares como se debe. Sin embargo, la realidad no se minimiza: Estuve bastante cerca de caerme de la cuerda, o cuando menos de tener que continuar mi recorrido con una pierna menos.
Lecciones
De estas dos historias aprendí algunas cosas. La analogía de los malabaristas en la cuerda floja fue sumamente clara y quizás lo que más lamento es no haber podido despedir a mi amiga, pues estuve interno con mi problema mientras ella fue velada y sepultada. Otra mueca de las circunstancias.
No somos eternos. De hecho, ni siquiera somos longevos. Pocos de nosotros viviremos más de 100 años y si lo hacemos probablemente no estaremos en las mejores condiciones para disfrutarlo. Pero nada quita que nuestra travesía se interrumpa abruptamente. Un resbalón, un desequilibrio, casi cualquier cosa puede hacernos caer. Es necesario que tengamos muy claros que cada día que abrimos los ojos podría ser nuestro último amanecer. No quiero sonar a derrotista ni es mi costumbre el pesimismo, pero sí es cierto que por gozar de una excelente salud y ser “jóvenes” nos creemos imbatibles. No lo somos.
Conviene que siempre tengamos un “roadmap” de la vida para que vayamos alcanzando logros que nos hayamos planteado. Estamos muy acostumbrados a vivir los días según vengan los días, y cuando eso sucede no vivimos, sino que apenas sobrevivimos. Más aún, tenemos que prestarle atención al trabajo, a ponerle límites a lo que hacemos para dejar tiempo suficiente a nuestra familia. Ningún trabajo se merece la mayor parte de nuestra energía y nuestra creatividad. Ninguno.
Finalmente, espero haber aprendido la lección: No existen pequeños e insignificantes eventos médicos. Todo se relaciona, todo está enlazado. No resulta nada sabio ignorar las señales que el cuerpo nos da.
Sigamos sobre nuestras cuerdas, pero recordemos que pisamos terreno muy frágil.
Alegra saber que estás todavía haciendo malabares, de este lado. Abrazo por lo de tu amiga. Excelente reflexión.
Impresionate! Siento mucho la partida de tu amiga. Saber que estás recuperandote de lo que imagino como una picada de alguna especie de araña, y que seguirás maniobrando sin problemas mayores me alegra bastante. En cuanto a tu analogía es simplemente una obra maestra. Te felicito, no tiene ningún desperdició.
Asì es, Darìo. La vida es un ratico. No vale aferrarse a ella ni nada pasajero.